EL CONTACTO CON LA ARENA

De una pila de papeles saltó una tarjetita postal que cayó al suelo. Era una antigua fotografía, nada fuera de lo común, de una pequeña lancha pesquera navegando por una mar calma bajo el cielo azul. No sé cómo había ido a parar allí, pero me hizo sonreír. Evoqué mi infancia, cuando jugaba a la orilla del mar. Recordé el cosquilleo de la arena entre los dedos de los pies, las conchitas que coleccionaba con mis amigos del vecindario y las competencias que teníamos para ver quién era capaz de lanzar una piedra al agua más lejos.

Me crié en un pueblito de pescadores del sur de Taiwán. Arrimadas una junto a la otra, en angostos callejones, las casitas humildes de la localidad se extendían por una estrecha lengua de tierra que se adentraba en el mar. En un lado estaba el puerto; en el otro era mar abierto. Durante mis años mozos viví en una diminuta alcoba del segundo piso. En las noches, desde una ventanita con marco de madera, alcanzaba a ver la luz del puerto, y a la mañana observaba los barcos que regresaban con su pesca.

Mi familia era de escasos recursos, y llevábamos una vida muy sencilla. Sin embargo, no fue sino años después, al hacer voluntariado en el Japón, cuando comprendí lo privilegiada que había sido en cuanto a las cosas realmente valiosas. Allí, para poder aspirar de nuevo el aire salado del mar tuve que salir de la ciudad, con su permanente ajetreo y aglomeraciones, y hacer un viaje de varias horas por carretera.

En cierta ocasión nuestro grupo visitó un orfanato, y me puse a hablar con una muchacha de 18 años albergada allí. De la nada me preguntó si yo había ido alguna vez a la playa. Me contó que ella nunca había estado en una playa y que siempre había abrigado la esperanza de jugar a la orilla del mar, de sentir en los pies el roce de la arena y las caricias de las olitas. Tuve que excusarme por un momento y pedir para pasar al baño, pues no quería echarme a llorar delante de ella.

Ha habido momentos en que he deseado alguna cosa y he orado para que Dios me la concediera, imaginándome que así se haría más llevadero mi tránsito por la vida. Curiosamente, muchas veces esas oraciones y deseos cristalizaron más bien cuando tomé conciencia de lo afortunada que soy y de cuánto tengo que agradecerle a Dios.

Salmos 118:24 (NVI)
Éste es el día en que el Señor actuó;
regocijémonos y alegrémonos en él.

1 Tesalonicenses 5:18 (NVI) den gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús.

Colosenses 3:17 (NVI) Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él.