LAS LUCES DEL LITORAL

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Cuando la salud de mi esposo se fue quebrantando y yo iba a verlo al hospital, me fijaba en los pacientes tendidos en sus camas y en los que aguardaban en las salas de espera, y trataba de imaginarme su sufrimiento. Algunos, particularmente los muy ancianos, se pasaban día tras día acostados, sin ninguna compañía. Durante un mes acudí todos los días sin falta al hospital, y nunca fue nadie a visitarlos. Nadie se hizo siquiera un ratito para ir a verlos.

Al asomarme por la ventana del cuarto donde estaba mi marido y observar los autos que circulaban velozmente por la carretera de enfrente, pensaba en la pobre masa humana, en todas las personas solitarias, tristes, perdidas, que tienen el corazón partido.

Me di cuenta de que todos, tanto los moribundos como los que van trajinando por la vida, precisan del amor y la misericordia de Dios. Tomé también conciencia de que Dios requiere urgentemente de nosotros para que les indiquemos a las personas lo mucho que Él las ama. En aquel hospital, sentada al lado del lecho de mi esposo, le cantaba a veces este himno:

Desde el faro de Dios brilla
para siempre Su piedad,
y a nosotros nos encarga
las luces del litoral.
Que alumbren bien esas luces.
Desde lejos se han de ver.
A más de un pobre marino
rescataremos tal vez.
La noche oscura ha llegado.
La tormenta ruge hostil.
Ojos ansiosos procuran
esas luces descubrir.
Refuerza tu tenue luz
para algún pobre bajel
que anda buscando el puerto
y se podría perder1.

Dios, Su Hijo Jesús y el Espíritu Santo son como un faro; nosotros, en cambio, somos las lucecitas a lo largo del litoral. Dios nos ha encomendado algunas tareas sagradas, ciertas cosas que debieran tener máxima prioridad en nuestra vida. Muchos asuntos demandan nuestra atención, y es poco el tiempo de que disponemos. Si nos descuidamos, arrinconaremos o perderemos de vista lo que realmente tiene importancia. Imagínate lo mucho que puedes ayudar a tu familia y a tu prójimo. Y por prójimo se entiende toda persona que Dios ponga en nuestro camino y que necesite amor —el nuestro y el de Dios—, es decir, toda persona a la que Dios quiera amar y ayudar por medio de nosotros.

No es tanto la ayuda de nuestros amigos lo que nos sostiene, sino la confianza de que acudirán en nuestra ayuda. Epicuro (341–269 a. C.)

Filipenses 2:12-13 (NVI) Así que, mis queridos hermanos, como han obedecido siempre —no sólo en mi presencia sino mucho más ahora en mi ausencia— lleven a cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad.

1 Pedro 3:15 (NVI) Más bien, honren en su corazón a Cristo como Señor. Estén siempre preparados para responder a todo el que les pida razón de la esperanza que hay en ustedes.

Juan 15:16 (NVI) No me escogieron ustedes a mí, sino que yo los escogí a ustedes y los comisioné para que vayan y den fruto, un fruto que perdure. Así el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre.

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