Sonreír a un árbol

#Devocional

Eloísa tiene ochenta y dos años y vive en un asilo de ancianos. Está en una fase avanzada de la enfermedad de Alzheimer. Recuerda cómo se llama, pero con frecuencia no reconoce a su nieta. Es amable y tierna con todas las enfermeras y tiene un efecto especial en ellas, aunque cada mañana, cuando se presentan en su cuarto, no se acuerda de quiénes son.

A las enfermeras les resulta fácil tener paciencia con ella, lo que no sucede con otros enfermos de Alzheimer que a veces son testarudos y cascarrabias. Eloísa ha perdido la memoria y está casi siempre sola. A pesar de todo, es feliz, porque mira por la ventana de su cuarto y contempla un árbol.

Hasta hace unos años, era una pintora de gran talento. La mayoría sus cuadros eran paisajes. Una de sus especialidades eran los árboles, y tenía un don extraordinario. Ahora se le da un lápiz de cera y hace rayas como una niña de dos años. Es posible que esas rayas representen troncos y ramas de árboles.

Comparto con ella una gran afición por los árboles. Me crié en una granja del norte del estado de Nueva York. Pasaba mucho tiempo trepando a los árboles, caminando entre ellos y admirando la creación artística de Dios. En el prado que había frente a nuestra casa se erguía un árbol de particular majestuosidad. Un día mi padre me explicó que la copa de aquel árbol era un reflejo de sus raíces subterráneas. Un impedimento en el desarrollo de éstas se habría reflejado en la parte del árbol que era visible. El árbol era hermoso porque sus raíces estaban sanas.

Con frecuencia he pensado en el paralelo entre los árboles y nuestra vida. Pasamos por etapas semejantes a las estaciones: tenemos un radiante inicio, como los tiernos brotes de color verde pálido que asoman en la primavera; épocas de florecimiento, como los frondosos y exuberantes árboles que se aprecian en verano; temporadas de esplendor, como el otoño en que las hojas adquieren vistosas tonalidades; y períodos sombríos como el invierno, con la peculiar belleza de las ramas cubiertas de nieve; después de lo cual vuelve la primavera y renace la vida.

Nosotros también necesitamos raíces invisibles en el ámbito espiritual. Nuestra conexión con Dios es lo que nos nutre y nos ayuda a dar fruto. Él nos alimenta en la temporada de verdor, crecimiento y fructificación; nos ayuda a aceptar la pérdida de hojas en el otoño y nos mantiene con vida en los interminables inviernos para que en primavera echemos milagrosamente brotes nuevos. Cuando tenemos el espíritu firmemente enraizado en Dios, y Él nos sustenta con Su Palabra, las ramas de nuestra vida lo denotan.

Por eso comprendo a Eloísa. Ha disfrutado de una vida plena, henchida de amor y de fruto, y de una estrecha relación con Dios por intermedio de Jesús. Creo que por eso se siente feliz sentada ante la ventana y sonriendo al árbol. Espera la eterna primavera. A medida que la memoria se le va apagando y va perdiendo la capacidad de comunicarse, su fe y su amor profundamente arraigados la sustentan.

2 Corintios 4:16 (NVI) Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día.

Salmos 71:18 (NVI) Aun cuando sea yo anciano y peine canas, no me abandones, oh Dios, hasta que anuncie tu poder a la generación venidera,
y dé a conocer tus proezas a los que aún no han nacido.

Salmos 71:9 (NVI) No me rechaces cuando llegue a viejo; no me abandones cuando me falten las fuerzas.