Una pelota de fútbol y un mar de sonrisas

#Devocional

Soy misionero y tengo una familia numerosa. En ocasiones me desempeño asimismo como entrenador deportivo, y en los dos años que estuvimos en la India siempre llevaba implementos de deporte cuando viajábamos.

Durante nuestra estadía allá tuvimos muchas experiencias emocionantes y a la vez gratificantes. Nuestros hijos adolescentes ayudaban como voluntarios en varias clínicas, en las que procuraban comunicar alegría a los numerosos niños con enfermedades terminales y aliviar su sufrimiento.

También daban clase en un hogar de niños que habían quedado huérfanos a causa del sida. Nos desplazamos a zonas donde se habían producido catástrofes naturales para llevar agua, alimentos, ropa y otros artículos de primera necesidad. Dondequiera que íbamos, siempre encontrábamos gente que precisaba aliento o asistencia.

Un día sábado, después de una semana muy intensa, preparamos una colación y nos llevamos una pelota de fútbol a una cancha de críquet que había junto al campus de una universidad. La espesura de los árboles y de los matorrales nos recordó la vegetación del norte de California, de donde somos. El día era perfecto, y el sitio también.

«¡Cuánta belleza, cuánta paz, qué reposo! —pensé—. ¡Esto va a ser estupendo! ¡Nada de gente, nada de tráfico, nada de trabajo! ¡Solo la compañía de mi familia! ¡Un paraíso!»

Saqué mi viejo balón de fútbol y se lo tiré a una de las chicas.

Ni bien habíamos comenzado a patearlo, emergió del bosque un nutrido grupo de niños de un barrio marginal. Por lo visto llevaban un rato allí observando con curiosidad cada uno de nuestros movimientos. Al ver la pelota, no pudieron resistir la tentación de acercarse. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos ante más de cincuenta niños de seis a trece años, todos con evidentes ansias de participar en la diversión. Vestían harapos y andaban descalzos y despeinados, pero lucían hermosas sonrisas. Todos esperaban algo de aquella familia de extranjeros.

Les dije que se pusieran a mi alrededor y traté de hacerme oír por encima del alboroto que había. Al hacerse patente que la mayoría no hablaba inglés, pedí un traductor. Un chico mayor dio un paso al frente. Saqué mi silbato y comencé a explicar las reglas. Del mayor al menor todos escucharon respetuosamente y asintieron con la cabeza. Hicimos los equipos y empezamos a jugar.

Durante horas corrimos por la cancha tras el balón como un enjambre de abejas. Nos olvidamos de los equipos, de las reglas, de los goles. Aquellos niños lo único que querían era dar patadas a la pelota. Era increíble ver tantas sonrisas y tanta alegría.

De vez en cuando alguien pateaba la pelota lejos del conglomerado de personitas, hacia un sector vacío de la cancha. Cuando ocurría eso, siempre era el mismo muchachito el primero en llegar al balón y reclamarlo para sí. Se iba entonces corriendo y pateando la pelota lejos de todos los demás, hasta que alguien le daba alcance y lo traía nuevamente al grupo. Por mucho que yo hacía sonar el silbato y por mucho que le gritaran los demás niños, nadie conseguía que regresara con la pelota.

Finalmente, desconcertado, le pregunté a mi joven intérprete por qué aquel muchachito no se detenía cuando yo hacía sonar el silbato.

—Es que, señor —me contestó—, el chico es sordo.

Después de mucho rato paramos de jugar, y los niños se juntaron a mi alrededor en la mitad de la cancha para despedirse. Quedé extenuado, pero inmensamente satisfecho. El mar de rostros sonrientes me enterneció el corazón.

Cuando prácticamente todos los niños se habían marchado a las chozas y tugurios que tenían por hogar, dos de ellos se acercaron. Uno montaba una bicicleta, y el otro la iba empujando. El más jovencito, que iba en la bici, quería decirme algo. Con una sonrisa radiante que jamás olvidaré exclamó:

—Muchas gracias, señor, por un día tan bonito. ¡La pasé muy bien!

—De nada —respondí—; pero no recuerdo haberte visto en la cancha.

En ese momento entendí por qué su amigo lo empujaba. Tenía las piernas paralizadas y deformadas por la polio. Mi mirada de consternación y asombro solo suscitó en él otra hermosa sonrisa.

Mientras lo empujaban hacia su casa, se dio la vuelta y me dijo:

—Lo pasé muy bien viéndolo jugar con mis hermanos y amigos. ¡Gracias, señor, gracias!

Me había refugiado en aquel sitio para disfrutar de un rato de esparcimiento con mi familia; y descubrí una hermosa enseñanza.

Cuando pensé que estaba agotado, que había dado todo lo que podía y que era hora de relajarme y atender un poco a los míos, Dios puso en mi camino a otros que precisaban Su amor. Renovó mis fuerzas, pero no como yo esperaba. La alegría de brindarme a los demás disipó mi cansancio y la sensación de agobio que había tenido antes.

Mateo 10:42 (NVI) Y quien dé siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por tratarse de uno de mis discípulos, les aseguro que no perderá su recompensa.

2 Corintios 8:12 NVI) Porque si uno lo hace de buena voluntad, lo que da es bien recibido según lo que tiene, y no según lo que no tiene.

Lucas 6:30 (NVI) Dale a todo el que te pida, y si alguien se lleva lo que es tuyo, no se lo reclames.