#Devocional
Seguramente una de las frases que más me salían de la boca de pequeña era: «¡No es justo!» Siempre me parecía que alguien —o todo el mundo— estaba en mejor situación que yo.
En los primeros años de mi adolescencia adquirí la mala costumbre de medirlo y analizarlo todo y me obsesioné comparando mi figura, mi personalidad y mi capacidad con las de otras chicas de mi edad. Cuando me hice adulta y empecé a trabajar en una oficina, me pasaba el día confrontando mis esfuerzos y habilidades con los de mis compañeros.
Me convencí de que la única forma de que me llegaran a apreciar o aceptar era compensar mi relativa falta de aptitud y experiencia trabajando más arduamente que nadie. Vivía pendiente de ganar puntos —vete tú a saber en qué consistían y quién los otorgaba— y siempre me desanimaba con la calificación que yo misma me adjudicaba.
En general tenía muy poco amor propio. Ni siquiera me ponía buena nota en las cosas que me agradaban de mí misma a menos que las hubiera mejorado un poco. Era experta en encontrar defectos en mí misma.
Luego surgió otro gran motivo de descontento. Me sentía decepcionada, frustrada, porque todas mis amigas —que por aquel entonces tenían entre 20 y 25 años— se habían casado y ya tenían hijos. Yo, en cambio, ni siquiera tenía una relación sentimental medianamente estable. Como no sabía si atribuirle la culpa a Dios o a mí misma, andaba disgustada con ambos.
Casi no soportaba estar en compañía de otras personas, pues al compararme con ellas las más de las veces se revelaba alguna inhabilidad mía. Paradójicamente, también encontraba muchos defectos en los demás. Lo lógico hubiera sido que admirara sus cualidades, si tanto quería ser como ellos. Sin embargo, no era así. De ahí que mi actitud negativa hacia los demás los llevara a guardar distancias conmigo. Eso me hacía sentirme antipática e impotente. Había caído en un círculo vicioso.
Cierta vez en que andaba muy bajoneada leí unos artículos de María Fontaine que trataban de los hábitos negativos de pensamiento y daban algunas pautas para reconocerlos y superarlos. Me causaron honda impresión. Entendí las causas de mi descontento y me sentí motivada a reaccionar. El germen de mi liberación fue tomar conciencia de que podía cambiar.
La aplicación que ella hacía de los principios de la Biblia me llevó a reflexionar sobre mi vida desde una perspectiva totalmente distinta: la de agradecerle a Dios todo lo que me había concedido en lugar de quejarme de mis carencias. La gratitud desplazó al resentimiento.
Pedí a Jesús que me dijera qué pensaba Él de mí y procuré ver las cosas desde Su óptica. Así aprendí a comunicarme más profundamente con Él y paso a paso empecé a cambiar. Fui mudando de mentalidad, y eso luego se tradujo a mi vida cotidiana. Al escuchar lo que me decía Dios llegué a entender que Él me había creado expresamente tal como soy, que me amaba mucho y que no estaba empeñado en castigarme por mis faltas.
Me integré a un pequeño grupo de oración en el que nos referíamos unos a otros las luchas que afrontábamos a diario y rezábamos unos por otros. Gracias a esos ratos de oración me conecté con la energía divina y su poder transformador. Además recibí mucho estímulo y apoyo de mis amigos del grupo. Eso en sí contribuyó a que adquiriera un concepto más sano de mí misma.
Algo más que aumentó mi autoconfianza y mi empatía por los demás fue llegar a conocer mejor a algunas personas a las que envidiaba. Descubrí que su vida no era tan perfecta como me había imaginado. A la larga todo se compensa.
Comprendí que al desembarazarme de la envidia podía amar más plenamente a los demás. Era capaz de valorar sus buenas cualidades, dar gracias a Dios que había creado gente tan estupenda y disfrutar de lo que nos distingue a unos de otros. Tomé conciencia de que todos tenemos rasgos distintivos, y unos no son necesariamente mejores que otros.
Me llevó algún tiempo superar mis viejos hábitos —casi dos años desde que di los primeros pasos para cambiar hasta que se pudo percibir claramente una diferencia en mi actitud hacia la vida—; pero lo logré. Mi perspectiva cambió hasta tal punto que actualmente puedo afirmar que estoy muy contenta y no envidio a nadie. Eso para mí es un milagro.
Casi 10 años después, me alegro de poder decir que mi transformación interior fue duradera. Tengo claro que ciertas cosas no son mi fuerte y lo acepto. Ya no me salgo de cauce cada vez que noto algo de mí que está lejos de ser ideal.
La vida sigue mejorando, y soy cada vez más feliz. He comprobado que a los que buscan lo bueno en la vida y aprecian la belleza que hay en los demás les acontecen más cosas gratas. También tengo claro que por medio del poder de Jesús puedo seguir progresando en los aspectos que tienen verdadera trascendencia. Es increíble cuánto podemos aprender y madurar cuando no estamos paralizados por el derrotismo, el cual nace de la negatividad y el temor al fracaso.
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Romanos 8:28 (NVI) Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito.
Juan 13:34 (NVI) Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros.
Marcos 9:42 (NVI) Pero si alguien hace *pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar.
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