Un Mundo Imperfecto

#Devocional

La sonrisa de mi bebito era una nimiedad. Sin embargo, modificó mi perspectiva de la vida.
Al despertarse y mirarme, vio lo más fundamental para él en el mundo: ¡yo! No le importó que mi pantalón de pijama no combinara con la blusa, ni que estuviera toda despeinada. Simplemente me quiere, y le encanta estar conmigo. No necesita perfección; el amor todo lo perdona, todo lo embellece. En el momento en que lo tomé en brazos y me impregné del amor que irradiaba, se me esclareció algo que había estado rumiando un rato antes.
La falta de perfección en la vida es algo que siempre me ha fastidiado. Cuando alguien dice o hace algo que me contraría, suelo argumentar: «¿Por qué tiene que haber choques de personalidad, descuidos, faltas de consideración, injusticias, desaires, pesimismo? ¡Son cosas que suceden todos los días y están mal! ¡Ojalá no existieran! Si todo el mundo —yo incluida— se condujera como es debido, mi vida sería toda dicha y perfección. La perfección es lo único que alguna vez aliviará mis irritaciones». Pero a la vez sabía que eso nunca se daría. La vida no es así. Necesitaba otra solución.

Cuanto más cavilaba más me daba cuenta de que en realidad lo que quería era que el mundo girara en torno a mí, mis deseos, sentimientos, preferencias y prioridades. Algo tenía que cambiar, y en este caso, cualesquiera que fueran las faltas de los demás, la que tenía que cambiar era yo. Pero ¿cómo? Ya lo había intentado antes.
Aquella mañana, mientras sostenía en brazos a mi bebé, una voz interior me susurró: «¿Te habría gustado que tu bebé fuera perfecto de nacimiento?»

Al reflexionar sobre ello, comprendí que nada me habría desagradado más. De haber podido él caminar y correr desde el momento en que nació, nunca habría podido yo disfrutar de la expresión de emoción que se dibujó en su carita el día que logró dar sus primeros pasos. Además me habría perdido ese singular sentimiento de tenerlo en brazos sabiendo que dependía enteramente de mí. De haber podido él hablar perfectamente desde el día en que nació, jamás habría podido yo experimentar la alegría de oírlo decir su primera palabra. Si él supiera todo lo que sabe una persona mayor, nunca habría podido verlo pasmado ante algún descubrimiento, ni habría tenido yo la dicha de enseñarle algo nuevo. Me habría perdido infinidad de cosas. En realidad sus imperfecciones lo hacen perfecto. No querría que fuera distinto.

Entonces me pregunté: «¿Qué hace que su imperfección sea diferente de todas las otras imperfecciones que me rodean?»

La respuesta no podía ser más clara: el amor.
¡Eso es! Eso es lo que me falta. Eso es lo que más preciso para afrontar con valor y alegría los problemas que quisiera que no existieran.

Caí en la cuenta de lo que me perdería si yo y los que me rodean fuéramos perfectos desde el comienzo. Me perdería ese aspecto imprevisible y sorpresivo de la vida; la dicha de perdonar y ser perdonada; los estrechos vínculos de amistad que se labran luchando con la adversidad, y las cualidades que se cultivan de la misma manera.

Me acordé de que añadir pensamientos negativos a una situación ya de por sí negativa nunca da resultados positivos. En ese momento me propuse buscar y descubrir las oportunidades y experiencias positivas que se ocultan detrás de la máscara de la imperfección.

Más tarde aquel mismo día mi bebito no se dormía. Decidí entonces sacarle provecho a una situación difícil poniendo en práctica lo que acababa de aprender. Me olvidé de lo que a mi juicio era lo mejor para él y para mí en ese momento, y mi marido y yo nos estuvimos un rato cantando y riendo con él. Fueron instantes perfectamente felices que todos nos habríamos perdido si aquel día todo hubiera salido perfecto.

Cada situación y cada persona con que nos topamos pueden contribuir a que nuestra vida esté salpicada de felicidad y sorpresas. Basta con que no nos atasquemos en lo inmediato, sino que miremos más allá. Podemos ver cada dificultad, pérdida, herida o deficiencia como una pista, como la puerta de acceso a una cámara acorazada donde encontraremos bellos tesoros de Dios. «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá».

1 Juan 2:5 (NVI) En cambio, el amor de Dios se manifiesta plenamente en la vida del que obedece su palabra. De este modo sabemos que estamos unidos a él:

Filipenses 2:15 (NVI) para que sean intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida y depravada. En ella ustedes brillan como estrellas en el firmamento,

1 Juan 5:18 (NVI) Sabemos que el que ha nacido de Dios no está en pecado: Jesucristo, que nació de Dios, lo protege, y el maligno no llega a tocarlo.

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