Escucha:
Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor. (2 Corintios 3:18)
Piensa:
En estos días he vuelto a examinar la experiencia de Moisés cuando subió al monte. El relato de Éxodo revela cuán estrecha era su relación con Dios, pues testifica que «el SEÑOR hablaba con Moisés cara a cara, como cuando alguien habla con un amigo» (Éxodo 33.11). Esta es la clase de comunión con la que soñamos todos, una relación que contiene la belleza de los intercambios más íntimos entre dos amigos.
Una de las consecuencias de esta relación era que «cuando Moisés descendió del monte Sinaí con las dos tablas de piedra grabadas con las condiciones del pacto, no se daba cuenta de que su rostro resplandecía porque había hablado con el SEÑOR» (Éxodo 34.29). Moisés lucía una señal visible que testificaba de la intensidad espiritual de estos encuentros con el Señor.
Su vivencia me deja al menos tres impresiones. En primer lugar, entrar en contacto con Dios es una experiencia transformadora. No es posible rozarse con el Eterno sin ser profundamente afectado por esa experiencia. De hecho, una de las marcas de un genuino encuentro espiritual es que algo en nosotros ha cambiado. Así lo experimentó Jacob, luego de toda una noche de lucha con el ángel del Señor. Al amanecer, cojeaba. Isaías, apabullado por la santidad del Altísimo, expresó horror por la inmundicia de su propia vida. Cuando el encuentro concluyó, la culpa de su pecado había sido quitada.
En segundo lugar, Moisés no sabía que había experimentado esta transformación. Muchos cristianos dejan entrever cuánta angustia produce el querer «sentir» el obrar de Dios en su vida. Clamamos a él, en nuestros encuentros, para que toque nuestra vida. Detrás de nuestro clamor se esconde la obsesión de «sentir algo» cuando nos ministra. Cuando observamos que otros han sido «tocados» por Dios se apodera de nuestro corazón cierta desilusión, pues no se han concedido las mismas experiencias a nosotros que a los demás. Lo que vivió Moisés nos recuerda que las obras más profundas de Dios no siempre se perciben con los sentidos humanos.
En tercer lugar, esta transformación fue fruto de una relación de amigos. Los monólogos que intentamos disfrazar de oración no transforman, porque no dejan espacio para el intercambio de intimidades con el Señor. Más bien, son una extensión de nuestra propia fascinación con nosotros mismos. Dialogar con el Padre significa que incorporemos a nuestra comunión momentos en que hagamos silencio para escuchar. De hecho, a medida que crece nuestra comunión es posible que los tiempos de silencio sean más prolongados que los espacios llenos de palabras.
Lo que me anima en esta historia es saber que la transformación es el resultado de algo mucho más importante: la intensidad de mi relación con él. No necesito entender el proceso por el que soy transformado. Si busco, de todo corazón, afianzarme en esa relación los cambios vendrán por sí solos.
Ora:
Señor, abre mi mente, mi corazón y mi espíritu a la transformación que quieres llevar en mí, aceptando todo aquello que coloques en mi camino como parte de ese maravilloso plan. Amén.
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