#Devocional
Steve era un niñito alegre de ojazos marrones, cabello rubio rizado y un hoyuelo que aparecía en su mejilla derecha cada vez que sonreía. Tenía una mirada distraída y con frecuencia se sentaba junto a la ventana para contemplar la lluvia, las nubes o los pájaros.
—Lo ha besado un ángel —me dijo con una sonrisa la partera japonesa cuando puso por primera vez a aquella cálida criatura en mis brazos, señalando en la parte posterior de la cabeza un mechón de pelo blanco como la nieve—. Tiene un llamado especial en la vida.
A lo largo de los años recordé muchas veces sus palabras, deseosa de saber qué significado tenían.
Quince años más tarde, Steve —para entonces un joven apuesto con físico de atleta— de repente se puso muy enfermo. Yo estaba segura de que era un ataque de malaria, puesto que habíamos viajado con regularidad a la costa en el curso de nuestra labor misionera en África Oriental. La expresión grave del rostro del médico me indicó lo contrario, incluso antes que nos comunicara los resultados de los exámenes que había pedido. «Leucemia linfoblástica aguda». De pronto me asaltaron mil preguntas: «¿Qué significaba aquello? ¿Era curable? ¿Cómo afectaría su futuro?»
Debido a la gravedad del mal que padecía Steve, estábamos en una carrera contra el tiempo. En apenas pocas horas fue trasladado de Kenia a Europa, donde tendría acceso a mejores tratamientos. Fue hospitalizado y sometido a quimioterapia.
Los dos años siguientes fueron largos y agónicos. Las sucesivas sesiones de quimioterapia nos regalaron momentos esperanzadores seguidos de reveses.
Finalmente llegó el día en que se hizo patente que nuestro amado Steve no se recuperaría. Los médicos declararon infructuosos los tratamientos y le dieron seis semanas de vida. Steve quiso retornar a Mombasa (Kenia), donde se había criado. Allí, rodeado de sus amigos y familiares, llegó a cumplir algunos de sus últimos deseos, como pasar un día navegando por la bahía y contemplar al atardecer los brillantes reflejos del sol en el Océano Índico.
Cuando una mañana temprano exhaló su último aliento en una pequeña habitación de un hospital con vista al mar, mi mundo se detuvo. Una mariposa amarilla bien grande entró por la ventana abierta. Sentí que Dios me estaba confirmando que se había llevado a Steve apaciblemente a Su mundo invisible. Aun así, el impacto de perder a mi hijo me dejó maltrecha bastante tiempo, después que los demás ya habían hecho su duelo.
El consejo reiterado que todos me daban era: «Déjalo estar y sigue adelante». Pero seguir adelante ¿hacia dónde? Y ¿cómo? En el fondo, estaba resentida y enojada con Dios por despojarme de mi joven hijo tan lleno de vida. Me sentí burlada y vacía. Los meses pasaron lentamente. Yo cavilaba una y otra vez sobre mi pérdida, y seguía con el dolor clavado en mi corazón.
Finalmente decidí encontrarme con Dios cada mañana temprano, en la terraza, para contarle mis desdichas. Los días se convirtieron en semanas mientras yo descargaba en Él todo mi dolor, mi remordimiento y mi rabia por lo sucedido. «Si el amor es la esencia de Tu naturaleza, como dice la Biblia, ¿cómo me has tratado tan duramente, a mí y a mi hijo?», cuestioné una y otra vez.
Con cuanta paciencia y longanimidad me escuchó.
Lloré, rogué y argumenté hasta que por fin una mañana sentí que había dicho todo lo que quería y ya me había desahogado. Fue entonces —cuando estuve dispuesta a hacer las paces con Dios—, que la serenidad me embargó el alma. Con voz suave y tranquilizadora, Él me empezó a hablar. A partir de ese momento, mis encuentros solitarios con Dios cada mañana en la terraza tomaron otro cariz. Aprendí a prestarle atención y permitirle que me consolara y sanara mi dolor.
Soy libre
No lloren mi muerte; ahora soy libre.
Sigo el sendero como Dios me pide.
Tomé Su mano al oír Su llamada.
Me fui con celeridad inusitada.
No podía estar un día más aquí
para amar, trabajar, jugar y reír.
Más de una tarea quedó inconclusa;
pero al fin hallé la paz absoluta.
Si mi partida dejó un vacío,
llénenlo con gratos recuerdos míos:
nuestra amistad, nuestras risas, un beso.
Yo también extrañaré todo eso.
No anden con sombríos semblantes;
les deseo un mañana radiante.
Mi vida fue plena: buenos compañeros,
ratos agradables, cariño sincero.
Quizá muy efímera les pareció.
No la alarguen con tanta consternación.
Cobren fuerza; la paz sea con ustedes.
Dios me libró; a Su lado me quiere.
Anónimo
—
2 Corintios 1:3-4 (NVI)
Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren.
Mateo 5:1-48 (NVI) Cuando vio a las multitudes, subió a la ladera de una montaña y se sentó. Sus discípulos se le acercaron, y tomando él la palabra, comenzó a enseñarles diciendo:
«Dichosos los pobres en espíritu,
porque el reino de los cielos les pertenece.
Dichosos los que lloran,
porque serán consolados.
Dichosos los humildes,
porque recibirán la tierra como herencia.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,….
Mateo 11:28-30 (NVI) »Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana.»
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