#EnergiaPositiva
Tras ajustarme el arnés y cerciorarme de que el resto del equipo estuviera bien asegurado, tomé las riendas firmemente. La bestia alada cabeceaba, corcoveaba, se retorcía y se sacudía para librarse de las ataduras y arrojarme al abismo. Mis ayudantes —uno a cada flanco— lograron contener su furia, aunque para impedir que se elevara conmigo y me arrastrara hasta su guarida tuvieron que emplear toda su habilidad y fuerza.
La voz de la radio me devolvió abruptamente a la realidad.
—Las manos hacia atrás con las palmas hacia arriba. Inclina el cuerpo hacia adelante y mira al frente. ¡Posición de despegue!
Era Avi, nuestro instructor jefe y mentor, decidido a transmitirnos los conocimientos necesarios para desafiar la gravedad y volar, y sobre todo para aterrizar luego suavemente. Le gustaba decir que el despegue es opcional; el aterrizaje no. Procuré tranquilizarme convenciéndome de que todo estaba en orden y recordando el impecable historial de nuestro instructor en materia de seguridad.
Era el final de nuestro curso de parapente. Toda la teoría sobre sustentación, arrastre y ángulo de ataque que habíamos aprendido sería inútil si no me lanzaba desde aquella colina. «¡Mantén la calma y sigue las instrucciones!», me repetía a mí mismo a modo de mantra.
Mientras estaba en posición de despegue, un águila circunvoló el lugar sin hacer esfuerzo alguno. Había captado una columna térmica ascendente y apenas necesitaba aletear. Recordé un versículo: «Volarán como las águilas».
La radio volvió a sonar.
—¿Listo?
Asentí con la cabeza y respiré profundamente varias veces para que no me entrara el pánico. ¿Qué nos había dicho Avi?
—El pánico te pone a un paso de un accidente. Cuando te entra el pánico, el subconsciente te controla y te lleva a cometer errores.
Eché las manos hacia atrás. El viento infló mi parapente y me hizo recular. Me incliné hacia adelante y miré hacia arriba. Estaba jugado. No había vuelta atrás. Sabía que lo siguiente era correr. Al igual que en la vida, si nos falta energía para perseguir nuestro objetivo, las circunstancias comienzan a obrar en contra nuestra. Si perdía velocidad, el parapente empezaría a volar ladeado. Tenía que dirigirlo yo y decirle: «¡Vuela, y hazme aterrizar sin ningún problema!»
—¡Corre!
Di dos pasos y me elevé. Fue más fácil de lo que imaginaba, más parecido a subirse a un telesilla que a andar en avión. Volé muy alto sobre un lago cristalino rodeado de un espléndido paisaje de montañas azules. Tiré suavemente del freno para girar a la derecha. El ala me obedeció. Luego giré a la izquierda y una vez más a la derecha. Seguidamente me dispuse a efectuar el aterrizaje. No fue todo lo suave que yo esperaba, pero tampoco tan brusco para ser el primero.
Aun así, me puse a criticar mi aterrizaje y le dije a Avi que lo haría mejor la siguiente vez.
—No seas tan exigente contigo mismo —me amonestó—. Un aterrizaje seguro es un buen aterrizaje.
Todos aplaudieron. Yo también. Nos sentíamos hermanados, y cada vez que uno tocaba tierra lo vitoreábamos. Nos unía el hecho de que habíamos afrontado y superado nuestros temores.
Después de gozar de aquellos instantes me puse a conversar con nuestros instructores, ambos fundadores de una importante escuela de parapente en la India.
Avi, el instructor jefe, y su mujer, Anita, dejaron lucrativos trabajos en el mundo empresarial para hacer realidad su sueño. Al principio no fue fácil. Le pregunté a Anita cuál era en su opinión el factor principal que había contribuido al éxito de su empresa.
—Quemamos todas nuestras naves. Fracasar no era una opción. Era vencer o morir, y no estábamos interesados en morir.
Les tomó varios años de arduo trabajo, de viajes para promocionar la actividad en reuniones corporativas y en cualquier parte donde les dieran la oportunidad de presentarse. Unos pocos valientes lo intentaron, comenzó a correr la voz, y ahora realizan vuelos casi todos los días.
Descubrí que aquellos emprendedores también tenían una faceta profundamente espiritual. No era todo por sentir la adrenalina o embarcarse en una empresa arriesgada. Para ellos había sido un vuelo interior, del que querían hacer partícipes a los demás.
—El parapente es como la vida —señaló Avi—. Tenemos que hacer frente a los obstáculos y superarlos. Aunque los demás nos pueden prestar ayuda, en última instancia tenemos que avanzar por nosotros mismos. Debemos reconocer nuestros miedos, no hacer caso de las dudas y volar.
[Jesús] lo resumió en un solo mensaje de consuelo eterno que dio a Sus discípulos en el mar de Galilea: «Soy yo. No tengan miedo». Él es el antídoto contra el miedo, el remedio para la turbación, la esencia y el súmmum de la libertad. Por ende, debemos superar el temor. Fijemos los ojos en Él, moremos continuamente en Él, busquemos en Él nuestra satisfacción. Aferrémonos estrechamente a Él y clamemos: «No temeremos aunque se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar».
A. B. Simpson (1843–1919)
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Isaías 40:31 (NVI)
pero los que confían en el
renovarán sus fuerzas;
volarán como las águilas:
correrán y no se fatigarán,
caminarán y no se cansarán.
Mateo 14:27 (NVI) Pero Jesús les dijo en seguida: —¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo.
Salmos 46:2 (NVI) Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar;
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