Al cabo de los siete días, el Señor me dijo lo siguiente: «Hijo de hombre, a ti te he puesto como centinela del pueblo de Israel. Por tanto, cuando oigas mi palabra, adviértele de mi parte al malvado: “Estás condenado a muerte.” Si tú no le hablas al malvado ni le haces ver su mala conducta, para que siga viviendo, ese malvado morirá por causa de su pecado, pero yo te pediré cuentas de su muerte. En cambio, si tú se lo adviertes, y él no se arrepiente de su maldad ni de su mala conducta, morirá por causa de su pecado, pero tú habrás salvado tu vida. Por otra parte, si un justo se desvía de su buena conducta y hace lo malo, y yo lo hago caer y tú no se lo adviertes, él morirá sin que se le tome en cuenta todo el bien que haya hecho. Por no haberle hecho ver su maldad, él morirá por causa de su pecado, pero yo te pediré cuentas de su muerte. Pero si tú le adviertes al justo que no peque, y en efecto él no peca, él seguirá viviendo porque hizo caso de tu advertencia, y tú habrás salvado tu vida.»
Luego el Señor puso su mano sobre mí, y me dijo: «Levántate y dirígete al campo, que allí voy a hablarte.» Yo me levanté y salí al campo. Allí vi la gloria del Señor, tal como la había visto a orillas del río Quebar, y caí rostro en tierra. Entonces el Espíritu de Dios entró en mí, hizo que me pusiera de pie, y me dijo: «Ve y enciérrate en tu casa. A ti, hijo de hombre, te atarán con sogas para que no puedas salir ni andar entre el pueblo. Yo haré que se te pegue la lengua al paladar, y así te quedarás mudo y no podrás reprenderlos, por más que sean un pueblo rebelde. Pero cuando yo te hable, te soltaré la lengua y les advertirás: “Así dice el Señor omnipotente.” El que quiera oír, que oiga; y el que no quiera, que no oiga, porque son un pueblo rebelde.
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