Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, aquel que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en el cielo, el que sirve en el santuario, es decir, en el verdadero tabernáculo levantado por el Señor y no por ningún ser humano.
A todo sumo sacerdote se le nombra para presentar ofrendas y sacrificios, por lo cual es necesario que también tenga algo que ofrecer. Si Jesús estuviera en la tierra, no sería sacerdote, pues aquí ya hay sacerdotes que presentan las ofrendas en conformidad con la ley. Estos sacerdotes sirven en un santuario que es copia y sombra del que está en el cielo, tal como se le advirtió a Moisés cuando estaba a punto de construir el tabernáculo: «Asegúrate de hacerlo todo según el modelo que se te ha mostrado en la montaña.» Pero el servicio sacerdotal que Jesús ha recibido es superior al de ellos, así como el pacto del cual es mediador es superior al antiguo, puesto que se basa en mejores promesas.
Efectivamente, si ese primer pacto hubiera sido perfecto, no habría lugar para un segundo pacto. Pero Dios, reprochándoles sus defectos, dijo:
«Vienen días —dice el Señor—,
en que haré un nuevo pacto
con la casa de Israel
y con la casa de Judá.
No será un pacto
como el que hice con sus antepasados
el día en que los tomé de la mano
y los saqué de Egipto,
ya que ellos no permanecieron fieles a mi pacto,
y yo los abandoné
—dice el Señor—.
Éste es el pacto que después de aquel tiempo
haré con la casa de Israel —dice el Señor—:
Pondré mis leyes en su mente
y las escribiré en su corazón.
Yo seré su Dios,
y ellos serán mi pueblo.
Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo,
ni dirá nadie a su hermano: “¡Conoce al Señor!”,
porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande,
me conocerán.
Yo les perdonaré sus iniquidades,
y nunca más me acordaré de sus pecados.»
Al llamar «nuevo» a ese pacto, ha declarado obsoleto al anterior; y lo que se vuelve obsoleto y envejece ya está por desaparecer.
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