Era el año 1977. Karl y yo habíamos partido de Alemania en una casa rodante el año anterior. Nuestro viaje ya nos había llevado por Italia, lo que en aquel entonces era Yugoslavia, Grecia, Turquía, Irán, Afganistán y la India. Teníamos la esperanza de llegar a Nepal, comprar una granja en las montañas y establecernos allí, para llevar una vida tranquila apartados de la sociedad moderna.
Nuestro presupuesto era ajustado, y normalmente comíamos en pequeños cafés que había al lado de la carretera o comprábamos comida en el mercado de las localidades por donde pasábamos. Tal vez por eso no fue de extrañar que contrajese hepatitis viral. Habíamos llegado a una hermosa bahía de la costa de Goa, pero por desgracia no había centro de atención médica en las cercanías, y mi salud se deterioró rápidamente. Algunos lugareños se percataron de mi desesperada situación y se dieron a la tarea de visitarme todos los días para traerme papaya y agua fresca de coco. Gracias a ellos me recuperé. Quedé con 10 kilos menos, pero sana.
Cuando por fin llegamos a Nepal, entusiastamente nos incorporamos a prueba a un monasterio budista, pero no encontramos allí lo que buscábamos. Yo tenía el convencimiento de que existía algo superior a mí, pero estaba confundida. «¿A qué Dios deboorar?», me preguntaba muchas veces mientras contemplaba la multitud de estrellas que salpicaban los cielos despejados de las tierras altas nepalíes.
Luego fue Karl el que contrajo hepatitis. Para entonces estábamos de regreso en la India. Yo conduje toda la noche con él despatarrado en la parte de atrás de la furgoneta, aquejado de una fiebre muy alta. Temprano por la mañana encontré una pensión donde se alojaba un grupo de jóvenes viajeros europeos. Uno de ellos, David, hablaba alemán y nos ayudó a encontrar un médico y una habitación que pudiéramos alquilar.
David también decidió pasar unos días con nosotros.
—Permítanme leerles algo del libro que cambió mi vida —dijo cuando nos vimos al día siguiente.
Leer un breve pasaje de la Palabra de Dios se convirtió en algo de todos los días, mientras Karl recobraba fuerzas. Antes de irse, David me dio a conocer a su Salvador, y a partir de aquel día las palabras de Jesús se convirtieron en mi faro.
A pesar de que los habitantes de Goa eran gente pobre y desconocida, su compasión y su preocupación por mí me salvaron la vida. Aunque David era un extraño, gracias a él mi vida cobró sentido y se encarriló bien. Mis circunstancias actuales son consecuencia de los actos bondadosos de todas esas personas desinteresadas que conocí en la India aquel otoño.
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Juan 13:34-35 (NVI) »Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros. De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros.
Gálatas 6:10 (NVI) Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y en especial a los de la familia de la fe.
Santiago 2:14-17 (NVI) Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse y carecen del alimento diario, y uno de ustedes les dice: «Que les vaya bien; abríguense y coman hasta saciarse», pero no les da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta.
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