Ciertas personas nos gustan más que otras; y también hay que reconocer que cada uno de nosotros resulta más agradable para unas personas que para otras.
Cuando trabajaba de enfermera en la sala de emergencias de un hospital en Reikiavik (Islandia), me sentía bastante segura de mí misma y me consideraba capaz de afrontar casi cualquier situación. Me encantaba la acción, la adrenalina, y siempre me ofrecía para los casos más difíciles.
A algunos pacientes nos tocaba atenderlos una y otra vez: alcohólicos, drogadictos, vagabundos. Yo era joven, y no me importaba. Algunos eran individuos amables, divertidos y solitarios que simplemente necesitaban una cama caliente y estaban arrepentidos de haber echado a perder su vida. Por lo general, si se los trataba con cariño se portaban muy bien.
En un turno de noche, los paramédicos trajeron a un borracho muy renuente a recibir tratamiento. El caso es que estaba gravemente enfermo: tenía agua en los pulmones. Había dejado de tomar diuréticos para su insuficiencia cardiaca, y su nivel de saturación de oxígeno en los pulmones era bajo. Gritaba, y los paramédicos discutían con él y procuraban calmarlo.
—Yo me ocupo de él —le dije a la otra enfermera de guardia.
Tomé la bandeja con todo el instrumental y entré en la sala de traumatología donde estaba él con los dos paramédicos. Al verme, me lanzó una mirada asesina y empezó a insultarme. Me quedé inmóvil; luego dije que se me había olvidado algo y que volvería enseguida. El corazón me latía con fuerza cuando cerré la puerta detrás de mí. Me di cuenta de que estaba muy asustada. El hombre parecía estar loco y podía hacerme daño. Se lo veía fuerte, y era más joven que la mayoría de los pacientes que acudían a urgencias en sus condiciones. ¿Qué podía hacer?
Después de permanecer unos instantes en la sala de medicamentos fingiendo buscar algo, le pedí a Dios que me mostrara qué cualidades veía Él en aquel hombre. Era la primera vez que hacía una oración así.
En el tiempo que había estado entrenando caballos había aprendido que cuanto antes vuelves a montar un animal después que te ha tirado, más se convence él de que no le tienes miedo. Respiré hondo y regresé a la sala de urgencias.
Al entrar, le estreché la mano, me presenté con una sonrisa y comencé a explicarle lo que me disponía a hacer.
—Ahora necesito insertarle un tubo en una vena.
Le golpeé suavemente las venas del dorso de la mano y lo preparé todo mientras le decía, como es habitual:
—Va a sentir un pinchazo… —y seguí dándole detalles como si nunca le hubieran hecho aquello.
El paciente estaba tranquilo, por lo que después de un minuto o algo así les dije a los paramédicos que podía quedarme sola, y se fueron.
Mientras le tomaba el pulso, de repente me preguntó:
—¿Por qué no me tiene miedo?
Le sonreí y respondí:
—¿Por qué lo dice? ¿Debo tenerle miedo?
—No, claro que no —contestó rápidamente—. Es que… la mayoría de las enfermeras me temen.
Pasó la noche en la sala de traumatología, donde le suministré todos los medicamentos, líquidos y sales que necesitaba según los análisis de sangre. Resultó ser un caso bastante simple.
Cuando llegó el turno de la mañana, me encontré con la jefa del departamento, que hablaba airadamente con los guardias de seguridad y los increpaba por no estar vigilando la habitación de aquel paciente. Al verme me preguntó:
—¿Estaba usted ahí dentro con las puertas cerradas y sin guardia?
Resultó que aquel hombre había sido individualizado como paciente peligroso después de atacar con un cuchillo a las enfermeras de la sala de cardiología. Por alguna razón aquel informe no se había ingresado en el sistema informático. Expliqué que en ese momento él estaba bien y que desde luego no se había mostrado agresivo.
La noche siguiente me enteré de que un par de horas después el hombre se había ido. Lamentablemente, había recaído en su actitud hostil y amenazante. Se notaba que todos se alegraban de que se hubiera marchado.
¿Qué tiene todo esto que ver con el título de mi relato?
Pues que desde aquella experiencia he hecho muy a menudo esa oración cuando me siento incapaz de ocultar los sentimientos que alguien suscita en mí; y parece que esa oración, aparte de ayudarme a mí, también hace aflorar lo mejor de la otra persona. Antes rezaba: «Ayúdame a tolerar a fulano de tal». Pero eso apenas lo volvía soportable. Ahora, cuando me pongo a pensar que no aguanto a alguien, rezo: «Muéstrame las cualidades que ves en esa persona». Da mucho mejor resultado.
Actualmente soy jefa de sección en un asilo de ancianos y tengo que tratar a todo el personal y a los pacientes con equidad y amor. Aunque naturalmente me llevo mejor con unos que con otros, Jesús los ama a todos y conoce las cualidades particulares de cada uno. Cuando le pido que me ayude a verlas, Él las pone de relieve.
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2 Timoteo 4:1-2 (NVI) En presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir en su reino y que juzgará a los vivos y a los muertos, te doy este solemne encargo: Predica la Palabra; persiste en hacerlo, sea o no sea oportuno; corrige, reprende y anima con mucha paciencia, sin dejar de enseñar.
2 Juan 1:10-11 (NVI) Si alguien los visita y no lleva esta enseñanza, no lo reciban en casa ni le den la bienvenida, pues quien le da la bienvenida se hace cómplice de sus malas obras.
1 Corintios 5:11 (NVI) Pero en esta carta quiero aclararles que no deben relacionarse con nadie que, llamándose hermano, sea inmoral o avaro, idólatra, calumniador, borracho o estafador. Con tal persona ni siquiera deben juntarse para comer.
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