#EnergiaPositiva
El resplandor del sol entraba por la ventana cuando me quité de encima las cobijas, sin sospechar que estaba por vivir un día inolvidable. Susurré una oración y le pedí a Jesús que bendijera la tomografía abdominal que me tenían que hacer aquella mañana. Le rogué también que me indicara cualquier cosa que quisiera que yo supiera acerca de la jornada que tenía por delante. En mi interior escuché Su voz, que a estas alturas ya me es familiar: «Yo lucharé por ti. Nos enfrentaremos juntos a cada prueba que se presente».
Aunque aquellas eran palabras tranquilizadoras, me desconcertaron un poco. En el curso del año anterior había consultado a casi una docena de médicos, que me habían hecho casi el mismo número de exámenes para determinar el origen de mi misterioso desorden digestivo. En ninguno de esos exámenes se habían presentado complicaciones. ¿Qué peligro podía haber en una tomografía computarizada de rutina?
Más tarde en el hospital, para obtener una imagen más clara, la enfermera me inyectó un medio de contraste, o tintura, y salió de la sala para no exponerse a la radiación del tomógrafo. Cuando estábamos más o menos por la mitad del proceso, aquel líquido me llegó al torrente sanguíneo. Me produjo un ardor insoportable en todo el cuerpo. Sentí un peso enorme en los pulmones. Casi no podía respirar. Traté de gritar, pero la garganta se me había cerrado tanto que apenas podía susurrar.
El dolor se intensificaba de segundo en segundo. Todo me daba vueltas. Se me hinchó el cuello y la cara. Apenas podía abrir los ojos. Sentí una presión dolorosísima en los senos nasales. No tenía ni idea de lo que me ocurría. Traté de conservar la calma. Me repetí una y otra vez que aquello pasaría.
Después me dijeron que había sido una reacción alérgica al medio de contraste, una complicación que puede poner en peligro la vida de personas asmáticas como yo. Según parece, cuando el personal del hospital procedió a realizar la tomografía no tuvo en cuenta que yo sufría de asma.
Finalmente terminó la tomografía y volvió la enfermera. Me incorporé a los tumbos, tosiendo descontroladamente. Tenía la cara y el cuello hinchados y llenos de manchas rojas. Al darse cuenta de que me pasaba algo, la enfermera me ayudó a acostarme en una camilla y llamó a un médico. Cuando éste me preguntó dónde me dolía, ni siquiera pude mover la mandíbula para decírselo.
—Llévenla ahora mismo a la sala de urgencias —ordenó—. Esto es muy grave.
En la sala de urgencias, después de examinarme, un médico le explicó a mi padre lo que me sucedía.
—Tiene el pulso débil, la presión arterial le está bajando rápidamente, y le llega muy poco oxígeno a los pulmones. Está en shock tóxico.
Papá llamó por teléfono a casa y a varios amigos y les pidió que rezaran por mí. Cuando me apretó la mano, vi desesperación en sus ojos. De golpe me di cuenta de cuál era la conclusión tácita del médico: Mi vida pendía de un hilo.
Las enfermeras se apresuraron a conectarme a un respirador y a aplicarme inyecciones para contrarrestar la toxina.
—¡Respira! —me decían.
Aunque lo intentaba con todas mis fuerzas, sentía que me iba deslizando hacia las tinieblas, hacia una oscuridad silente, indolora, inexorable.
De pronto, recordé las palabras de Jesús. «Yo lucharé por ti. Nos enfrentaremos juntos a cada prueba que se presente». Unas fuerzas y una determinación que únicamente podían venir de Él me sacaron de aquellas tinieblas. Me esforcé por abrir los ojos y volver a inhalar.
El dolor alcanzó una nueva cota, más insoportable todavía. Las convulsiones me sacudían los miembros. No podía pensar, mucho menos rezar. Comenzó a apoderarse de mí una segunda ola de oscuridad entumecedora. Era tal mi impotencia para hacerle frente que sentía que me iba.
Volví a recordar las palabras salvadoras de Jesús: «Yo lucharé por ti. Nos enfrentaremos juntos a cada prueba que se presente».
Aferrándome a ellas saqué fuerzas para seguir luchando, para seguir respirando.
Dos intensas horas más tarde, estaba fuera de peligro. ¡Había sobrevivido!
Cuando salí del hospital con mi padre y me encontré nuevamente con el resplandor del sol, todavía estaba un poco atontada, pero tenía el corazón rebosante de gratitud y dicha. ¡Jesús me había salvado la vida! Tal como dice la Biblia, Él «es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebreos 13:8).
Me alegro muchísimo de haberme tomado unos minutos aquella mañana para pedirle que me hablara. Parecía algo insignificante, casi una molestia. Sin embargo, esas palabras fueron mi salvavidas.
—
Juan 10:27 Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.
1 Pedro 1:25 Pero la palabra del Señor permanece para siempre. Y ésta es la palabra del evangelio que se les ha anunciado a ustedes.
1 Juan 1:1 Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida.
Para comentar debe estar registrado.