Se va con gracia

#Devocional

Revisando los efectos personales de mi madre después que murió, encontré un señalador que desde entonces ha tenido un profundo significado para mí. En él hay un dibujo de una nativa norteamericana ya entrada en años con un vestido largo y vaporoso. En la distancia se divisan unas montañas, y en el cielo, la luna. La mujer tiene los ojos cerrados. Debajo hay una inscripción: «Se va con gracia».

Había oído decir que a ciertas personas Dios les concede gracia para morir en el momento de su fallecimiento, y que otorga una gracia similar a personas que pierden a un ser querido.

Eso se hizo palpable cuando murió mi querida madre: la gracia que me dio el Señor en respuesta a mis oraciones fue más que suficiente. Él puso ciertas pinceladas de amor en un cuadro que de lo contrario habría sido muy negro.

Me recordó la contestación que dio el evangelizador Dwight Moody a dos señoras que le preguntaron si tenía gracia para morir. «No, señoras —respondió—, en este momento no me estoy muriendo». Dios nos concede esa gracia especial en el momento en que la necesitamos, no antes.

Tanto mi madre como mi abuela eran cuáqueras y me transmitieron a mí esa fe, así como valores centrados en el amor. Mi madre fue consecuente con esos valores toda su vida, y fue mayormente su ejemplo de brindarse a los demás lo que influyó en mi decisión de consagrarme al apostolado desde joven, decisión de la que nunca me he arrepentido.

Tenía programado hacer un viaje trasatlántico para acompañarla cuando se sometiera a una operación quirúrgica en las articulaciones y ayudarla en su convalecencia. Pero tres semanas antes de la fecha de mi viaje mi hermana me llamó para decirme que mamá estaba hospitalizada y que no tenía visos de recuperarse. Tomé el primer vuelo que pude y doce horas más tarde estaba a su lado.

Mi hermana, mi hermano y yo nos reunimos en torno a su lecho en el hospital y pasamos las últimas horas juntos recordando momentos felices de nuestra vida familiar y hablando de lo mucho que significaba mamá para nosotros. Aunque estaba fuertemente sedada, en espíritu estaba muy presente. Para los tres fue una experiencia muy hermosa que nos unió tremendamente.

Mi madre no tenía miedo de morir y estaba muy agradecida de la vida que había llevado. En efecto, vivió a plenitud.

En determinado momento le expresé en susurros la profunda gratitud que sentía por el amor incondicional y el apoyo moral que siempre me había mostrado, a pesar de que mi vocación misionera significó que no pudo verme a mí y a mis dos hijos muy seguido. Sus tres bisnietos también se estaban criando en lejanos lugares de misión. Después de darle las gracias le pregunté si seguiría ayudándome desde el más allá, a lo que ella asintió con la cabeza.

Pocos minutos antes de pasar a mejor vida, abrió los ojos y dirigió la mirada al otro extremo de la habitación, hacia el techo. Yo estaba sentada a su lado y la tenía tomada de la mano, pero su mirada estaba perdida en algún punto detrás de mí. Me incliné para situarme delante de ella, pero era como si su mirada me atravesara. Entonces me di cuenta de que ella estaba viendo a alguien o algo que los demás no alcanzábamos a ver. Le pregunté a quién veía o qué miraba, pero no me respondió. En ese momento cerró los ojos, se dibujó en su rostro una expresión de paz y partió.

Claro que la echo de menos, pero estoy muy agradecida de que se fuera con tanta serenidad y sin dolor. El Señor me dio la gracia para despedirme de una de las personas que más he querido en la vida, hasta que volvamos a encontrarnos y vivamos juntas por la eternidad.

Para el cristiano, la muerte no es ninguna tragedia. Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente» (Juan 11:25,26).

Romanos 10:17 (NVI) Así que la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo.

Santiago 2:19 (NVI) ¿Tú crees que hay un solo Dios? ¡Magnífico! También los demonios lo creen, y tiemblan.

Hebreos 11:6 (NVI) En realidad, sin fe es imposible agradar a Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan.