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Cuarenta años después, el episodio que voy a narrar, que tuvo lugar durante unas vacaciones en Escocia, sigue bien nítido en mi memoria. Aquella mañana mi amigo Adrián y yo salimos de un hostal de Fort William empeñados en subir al monte Ben Nevis, el más alto de Gran Bretaña (1.344 metros). Siendo un par de adolescentes aventureros, desestimamos las advertencias de los lugareños, que nos habían comentado que aquel no era un buen día para hacer el ascenso.
Teníamos ropa de abrigo, botas fuertes, piolets y barritas de menta Kendal (populares entre los montañistas por su alto valor calórico). Emprendimos la marcha a pesar de que una espesa bruma ya estaba ocultando el pálido sol invernal. Habíamos decidido ascender por la ladera norte, la más difícil. Rodeados por un manto blanco de nieve y neblina, al poco rato perdimos toda visibilidad.
Seguimos subiendo, mayormente en silencio. Yo llevaba la brújula, el mapa y una guía ilustrada, aunque dadas las circunstancias de poco servían. En determinado momento me pareció reconocer un lugar, así que hice un alto para tratar de ubicarme. De golpe me di cuenta de que Adrián no estaba. Forcé la vista y salté para atrás asustado. La delgada línea gris que estaba apenas a unos centímetros de mis pies era el borde de un precipicio. Horrorizado, caí en la cuenta de que mi amigo debía de haberse despeñado.
Mi reacción instintiva fue orar por él. Aunque no estaba muy habituado a hacerlo en aquella época, había aprendido a rezar en ocasionales visitas a la iglesia y en las clases de educación religiosa del colegio.
En ese momento me acordé de un refugio de montaña que habíamos visto un poco más abajo y me dirigí hacia él para pedir auxilio. Al cabo de un rato me topé con Adrián, que también estaba descendiendo. Resultó que había caído varias decenas de metros y había rebotado sobre los farallones cubiertos de nieve. Increíblemente, la única lesión que sufrió fue un rasguño en una muñeca. A todas luces, yo estaba más conmovido que él por lo sucedido.
No sé exactamente qué pasó, pero estoy convencido de que mi rústica pero sincera oración contribuyó a que mi amigo se salvara aquel día.
Salmos 34:7 (NVI)
El ángel del Señor acampa en torno a los que le temen;
a su lado está para librarlos.
Romanos 12:19 (NVI) No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: «Mía es la venganza; yo pagaré», dice el Señor.
Salmos 17:8 (NVI)
Cuídame como a la niña de tus ojos; escóndeme, bajo la sombra de tus alas,
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