Con Las Velas Destrozadas

Hace varios meses, durante un período de intenso trabajo, me entraron muchas ganas de tomarme un descanso. Sabía que necesitaba pensar en mi futuro y en mis planes a tenor de ciertos cambios en mi entorno que iban a afectar mi carrera y mis condiciones de vida. Al mismo tiempo, también me hacía ilusión hincarle el diente a un proyecto personal que desde hacía meses me tenía entusiasmada y al que no había podido dedicar mucho tiempo por andar tan embebida en mi trabajo. Era algo que me apasionaba y que me parecía que sería un buen punto de partida para materializar algunos de mis sueños y objetivos.

No sé cuál fue el detonante de lo que me pasó luego. Tal vez me excedí físicamente, y mi ya delicado estado de salud se resintió. La cuestión es que de pronto caí muy enferma. Lo peor fue la fatiga agobiante que sentía. Mi agotamiento era tan profundo y abrumador que en ciertos días particularmente duros mi dilema era: «¿Hoy lavo la ropa o me lavo el pelo?» Sencillamente no tenía energías para las dos cosas, y ni hablar de intentar algo más.
Además de la fatiga, se me presentaron otros síntomas extraños: neuralgia, espasmos y dolores musculares, trastornos digestivos, y dificultad para concentrarme en el trabajo por más de unos minutos a la vez. Transcurrieron varias semanas, un mes, dos meses, y yo estaba peor que nunca.

Mi preocupación constante era: «¿Y si no recobro la salud? ¿Y si sigo así de débil y enfermiza el resto de mi vida? Siendo madre soltera, y con la salud quebrada, ¿cómo podré ganarme la vida y cuidar de mi hija?» Me imaginaba que así debió de sentirse la Madre Teresa cuando dijo: «Sé que Dios no me enviaría algo que yo no pueda soportar. Desearía, eso sí, que lo que me confiara no fuera tanto». Todos los días, mi oración era: «Ayúdame a aguantar esto, Señor. Haz que pare. ¡Ayúdame a sobrevivir!»

La situación llegó a un punto crítico cuando tuve un acalorado intercambio de palabras con mi hija de catorce años.

—Has creído en Dios todos estos años —me recriminó—; pero parece que te tiene abandonada. Has orado y le has pedido que te sane, pero no lo ha hecho. ¡Sigues enferma y sigues luchando por mejorarte!

Reconocí que sus palabras, aunque duras, eran una expresión de algunas de las mismas inquietudes con que yo lidiaba en ese momento. ¿Por qué no me socorría Dios si yo se lo estaba pidiendo?

Con frecuencia he equiparado la fe con la facultad de reaccionar con calma ante circunstancias adversas. Lo malo es que yo no siempre me tomo con calma las situaciones desfavorables. Y se me nota. A mi modo de ver, eso era sintomático de falta de fe.

Entonces leí el poema No dudaré,y todo cobró sentido. La fe no es un sentimiento. Puedo tener fe aunque esté llorando porque mis sueños han sido destruidos, aunque sienta ansiedad por todo lo que he perdido o gima bajo el peso de mis cruces. En realidad, es entonces cuando más necesito tener fe y cuando no puedo permitirme renunciar a ella. Tener fe no significa dar la impresión de controlar perfectamente la situación. Es, por el contrario, una convicción y confianza interior, independiente de que yo no tenga una actitud serena. Es aferrarme a la seguridad de que Dios me ama y velará por mí a pesar de las circunstancias, las desilusiones, las velas rasgadas, las pérdidas, las cruces y los sentimientos que me puedan embargar.

Mi salud ha ido mejorando, y estoy agradecida por ello; sin embargo, todavía no lo tengo todo resuelto. A diario tengo que proponerme que mi foco de atención será la confianza en Dios y no el temor; que en vez de dar lugar a las dudas, creeré en Su amor y en Sus constantes cuidados, y que me plantaré firme en esa promesa Suya que dice: «Yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza».

Gálatas 5:1 (NVI) Cristo nos libertó para que vivamos en libertad. Por lo tanto, manténganse firmes y no se sometan nuevamente al yugo de esclavitud.

Hechos 2:38 (NVI) —Arrepiéntase y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados —les contestó Pedro—, y recibirán el don del Espíritu Santo.

1 Corintios 10:13 (NVI) Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir.