EL FRUTO LIBERADOR: EL DOMINIO PROPIO

El secreto para adquirir dominio propio radica en rendir nuestra vida a Dios y dejar que Su Espíritu Santo guíe nuestros pensamientos, nuestros actos y nuestra vida. «No os conforméis a este mundo —recomienda el apóstol Pablo—, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».

Eso no quiere decir que no vayamos a tener tentaciones, ni necesidad de esforzarnos para superar nuestros malos hábitos y debilidades. Es obvio que tenemos que poner de nuestra parte. Cuando la tentación toque a nuestra puerta, debemos oponerle resistencia; precisamos fortalecer los puntos flacos de nuestra personalidad. Pero la realidad es que, en algún momento, todos caemos en la tentación, nos dejamos llevar por nuestras debilidades o nos excedemos en cosas que estarían bien si las hiciéramos con mayor moderación. El apóstol Pablo bien podría haber estado hablando por cualquiera de nosotros cuando dijo:

Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza de hombre pecador, no hay nada bueno; pues aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer.

Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer el bien, solamente encuentro el mal a mi alcance. En mi interior me gusta la ley de Dios, pero veo en mí algo que se opone a mi capacidad de razonar: es la ley del pecado, que está en mí y que me tiene preso.

¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo?

De todos modos, Pablo encuentra luego la respuesta:

Solamente Dios, a quien doy gracias por medio de nuestro Señor Jesucristo.

Romanos 12:2 (NVI) No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.

Romanos 7:18-19 (NVI) Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.

Romanos 7:25 (NVI)
¡Gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor!
En conclusión, con la mente yo mismo me someto a la ley de Dios, pero mi naturaleza pecaminosa está sujeta a la ley del pecado.