La Cajera Que Se Interesó Por Mí

No sé cómo lo hizo, pero los ojos de la cajera se clavaron en los míos. Me descubrió. Yo había tratado de evitar todo contacto visual mientras terminaba de hacer las compras en el supermercado. Más vergonzoso que ser vista en público extrañamente vulnerable sería que alguien descubriera el incidente tan insignificante que me había desmoronado.

Siempre y cuando no tuviera que hablar, podía controlarme. Mi marido intentó hablar conmigo por teléfono, pero yo no estaba en condiciones de responderle. Si hubiera tratado de explicarle algo, solo me habrían salido palabras enredadas y fuertes sollozos.

Me llegó el turno en la caja. Sabía por experiencia que en aquella tienda las cajeras trabajaban como autómatas y procesaban los artículos en un santiamén. Eso no me molestaba. Estaba lista para un trámite expedito y ansiaba salir de allí lo antes posible; de lo contrario, no podría contenerme más.

A la cajera no se le ocurrió nada mejor que preguntarme:

—¿Cómo le va?
No lo decía por decir. Le interesaba mi respuesta.
—No es nada, de verdad —balbuceé queriendo acabar rápido.

Pero por primera vez en aquella tienda —y lo digo en serio—, la amable cajera no quiso ni tocar ninguno de los artículos que había que pasar por el lector de código de barras hasta que le dijera lo que me sucedía.

Por supuesto, había gente esperando en fila detrás de mí, y sin duda que a la cajera la vigilaban para ver que estuviera haciendo su trabajo con eficiencia. No obstante, me hizo sentirme más importante que todo lo demás. Quedé en shock. De alguna manera eso redujo la vergüenza que habría sentido al contarle lloriqueando lo que me había pasado.

Si hubiera podido decirle que me habían descubierto un cáncer de mama o que mi mejor amiga había muerto, habría sentido que tenía justificación para inspirar toda la lástima del mundo. Pero sabía que si revelaba lo que me había sucedido, nadie se iba a conmover. Así y todo, tenía la impresión de que aquella señora que se había interesado por mí y me había preguntado sinceramente cómo estaba me iba a tratar con compasión, fuera cual fuera el motivo por el que estaba sollozando. En esencia, ella me consideraba importante.

Al ver que no iba a poder escabullirme, le respondí brevemente:

—Hice esperar en la cola a alguien en otra tienda y armó un escándalo.

Mi jornada había comenzado a las tres de la madrugada. El bebé se despertó, y ya no pude volver a conciliar el sueño. El cansancio y el estrés se habían aliado en mal momento y lugar.

Para empezar, resultó que no debía haber estado en la fila de la caja express, pues conté mal el número de artículos que llevaba en la canasta y eran más de los que se permitían. Luego, cuando llegó el momento de pagar, me quedé en blanco, y no me acordaba de la clave de mi tarjeta. La mujer que me seguía en la cola no dejaba de presionarme y hasta llegó a acosarme verbalmente. Mientras tanto, la cajera me repetía con paciencia que introdujera mi clave.

Descubrí que más estresante que andar apurada y tener delante a un cliente que toma mucho tiempo es ser precisamente ese cliente. Al final me hice a un lado por un momento para orar y, gracias a Dios, recordé la clave. Después de pedir disculpas a la señora que iba detrás de mí —la cual se mostró insensible y me respondió con frialdad—, me fui en silencio, con lágrimas en los ojos.

El contraste entre lo que había sucedido en la cola de la primera tienda y en la segunda era tremendo. Después de la experiencia de sentirme incomprendida y juzgada con dureza, de haber estado sometida a presión y estrés y tratada como si fuera la culpable de todos los males del mundo, la cajera de la segunda tienda se interesó por mí y me hizo sentirme más importante y valiosa que el tiempo o el dinero. Hasta fue a buscarme unos pañuelos de papel. Aquella situación embarazosa quedó cubierta por un cálido manto de cariño.

Normalmente el mundo no se detiene porque yo necesite derramar unas lágrimas; pero esa que ocurrió me resultó reconfortante. Me recordó lo importante que es el amor, y lo doloroso y dañino que puede ser que nos enfrasquemos tanto en lo que tenemos que hacer que se nos olvide reconocer el valor de las personas que nos rodean.

En mi segundo año en la escuela de enfermería, el profesor nos tomó un examen. Respondí rápidamente todas las preguntas hasta llegar a la última: «¿Cuál es el nombre de pila de la señora que hace el aseo en la facultad?» Tenía que ser una broma. Había visto a la señora varias veces, pero ¿cómo iba a saber yo su nombre? Entregué mi examen, dejando la última pregunta en blanco.

Antes de terminar la clase, uno de mis compañeros quiso saber si la última pregunta se tendría en cuenta en la calificación.

—Por supuesto que sí —dijo el profesor—. En su vida profesional ustedes conocerán a muchas personas. Todas son importantes. Todas merecen su atención y consideración, aunque no hagan más que sonreírles y saludarlas.
Nunca olvidé aquella enseñanza. También me enteré de que se llamaba Dorothy.
Joann Jones

Efesios 4:32 (NVI) Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo.

Marcos 6:34 (NVI) Cuando Jesús desembarcó y vio tanta gente, tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor. Así que comenzó a enseñarles muchas cosas.

Génesis 6:6 (NVI) se arrepintió de haber hecho al ser humano en la tierra, y le dolió en el corazón.