LA ROCA

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Hace poco mi esposa, María, y yo retornamos de un viaje a Suiza, donde nos alojamos en casa de unos amigos que viven a orillas de un lago. Durante nuestra estancia allá, yo miraba a menudo por la ventana el hermoso paisaje lacustre cercado de montañas. Había una en particular que me llamaba mucho la atención. Sobresalía como una gigantesca mole de roca. Cada mañana, al abrir las cortinas, me quedaba contemplándola y me maravillaba de lo majestuosa que se alzaba por encima del lago.

Cada vez que salía de la casa hacía una breve pausa para admirar la espléndida vista. Invariablemente, mis ojos acababan posándose en la montaña. Algunos días el cielo estaba azul y despejado, y la montaña se veía tan cerca que casi me parecía que la podía tocar con la mano. Un día la cumbre amaneció cubierta de nubes. No se veían sino los árboles que llegaban hasta la mitad de la ladera; el resto permanecía oculto. Otra mañana, la neblina era tan densa que la montaña entera desapareció.

La última mañana que pasamos en Suiza estuve pensando en varios amigos y en las diversas experiencias y pruebas que han atravesado. Uno de ellos de la noche a la mañana descubrió que padecía una enfermedad grave, potencialmente mortal, que requirió varios meses de hospitalización, con la consiguiente incertidumbre de si se recuperaría o no. Una pareja tenía bien armado un plan que les brindaría estabilidad económica; pero en el último momento este se frustró. Una amiga estaba trasladando a su familia a otro país sin saber si contaría con los medios económicos para mantenerse una vez que llegara a su destino. En el caso de otra pareja, la labor misionera que venían realizando desde hacía muchos años había llegado a su fin, y no sabían cuál era el siguiente paso que Dios quería que dieran. Otro amigo se había quedado desempleado justo cuando él y su esposa tenían que lidiar con la enfermedad de un miembro de su familia, y hasta el momento él no había conseguido otro trabajo.

Mientras pensaba en esos seres queridos y en tantas otras personas sumidas en la incertidumbre, me vino a la memoria lo que había observado en los días anteriores al mirar la montaña. Algunos días la peña se veía con total claridad y era obvio que estaba allí. Otros días se hallaba parcialmente oculta, y en el día de niebla densa desapareció complemente. Aun así, a despecho de las condiciones del tiempo, aunque no se viera, la montaña seguía estando allí. Por mucho que la neblina, las nubes o feroces tormentas dificultaran la visibilidad o cubrieran la montaña por completo, ella seguía ahí, firme, inamovible.

Me impactó la valentía de esas personas y de muchas otras que encaran las incertidumbres con una fe profunda, aun cuando la presencia del Señor en su vida no sea evidente. Evoqué entonces el versículo de la Biblia que dice: «Por fe andamos, no por vista». El hecho es que, al igual que la montaña, Dios siempre está presente, en toda Su majestuosidad. El que lo veamos o percibamos, o no, es ajeno a la cuestión; el hecho es que está ahí. En medio de todas las tormentas de nuestra vida, en tiempos de incertidumbre, confusión o fe frágil, aun cuando nos asaltan temores, cuestionamientos y dudas, o nos afecta alguna desgracia, Él sigue ahí.

En la vida hay temporadas de sol radiante en las que las bendiciones de Dios son patentes. En otros momentos —como cuando la cima de la montaña estaba anubarrada— se nos hace un poco más difícil ver o sentir Su presencia. En medio de la espesa bruma de la incertidumbre uno puede llegar a cuestionar si, efectivamente, Dios sigue ahí. No obstante, Él es como esa peña: nada ha cambiado de Su parte. Está ahí, macizo, inmutable, siempre amoroso, siempre atento, siempre firme.

La contemplación de esa montaña —esa roca gigantesca que descollaba sobre el lago— me recordó la estabilidad de Dios, la certeza de Su presencia y Su amparo, a pesar de las circunstancias. Puede que nos preocupemos o temamos; tal vez dudemos o sintamos inseguridad. Las tormentas que ensombrecen nuestra vida en determinados momentos pueden producirnos la sensación de que Él está ausente, de que no nos escucha o no se interesa por nosotros. Pero la realidad de las cosas es que las tormentas, la neblina y los vientos de la vida no alteran en nada la presencia de Dios, así como esos elementos de la naturaleza tampoco alteran la montaña.

Dios está presente, siempre presente. Jamás nos dejará ni nos desamparará. Puede que nuestra fe flaquee, pero Él no depende de nuestra fe, por cuanto Él es la Roca, la montaña, el Dios fiel en quien podemos apoyarnos. Siempre.

Hebreos 13:5 (NVI)
Manténganse libres del amor al dinero, y conténtense con lo que tienen, porque Dios ha dicho:
«Nunca te dejaré;
jamás te abandonaré.»

2 Corintios 5:7 (NVI) Vivimos por fe, no por vista.

Salmos 62:2 (NVI)
Sólo él es mi roca y mi salvación;
él es mi protector.
¡Jamás habré de caer!

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