Conocí a Marta en un parque donde había llevado a mi nene a dar un paseo. Por aquel entonces mi marido y yo llevábamos dos años de casados. Marta estaba en uno de los bancos, con la mirada perdida, y ni siquiera me saludó cuando me senté a su lado a atender a mi hijo, que con sus ocho meses no aguantaba más en el carrito.
Cuando Marta lo vio, se animó y nos sonrió. Me puse a conversar con ella y me enteré de que era enfermera y partera, aunque ya jubilada. Era delgada y menuda y, a pesar de sus sesenta y tantos años, tenía el pelo ondulado, que le caía suavemente hasta los hombros. Me contó que nunca había estado casada, pero que siempre le habían encantado los bebés y había asistido en cientos de partos.
En el transcurso de la conversación me explicó que le habían dado una licencia para que descansara del intenso horario de trabajo. Más tarde me enteré de que en realidad había sufrido una crisis nerviosa y, como le costaba recuperarse y sufría de depresión recurrente, la licencia temporal pasó a ser permanente.
Me explicó que le gustaba ir al parque porque rodeada de árboles sentía paz. Le conté que Jesús dijo en una ocasión: «El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»1. Antes de despedirnos aquel día, Marta oró para aceptar a Jesús como su Salvador.
A partir de ese momento fue otra persona. Comenzó a estudiar la Biblia, y no tardó en dedicar la mayor parte de su tiempo a labores solidarias, hasta el punto de que sus ataques de depresión se hicieron cada vez menos intensos y frecuentes.
Al cabo de un año se apareció en nuestra puerta con una bañera infantil de plástico llena de artículos para recién nacido.
—Esto es para ti —me dijo con una sonrisa de complicidad—. ¡Felicidades por tu nuevo embarazo!
Me quedé estupefacta. Con la excepción de mi marido, todavía no le había comentado a nadie que estaba embarazada de nuevo. Inexplicablemente, Marta lo supo y se molestó en preparar un precioso regalo sorpresa para mí y para el pequeño que venía en camino.
El día del parto, mi esposo y yo estábamos encantados de tener otro varoncito sano en la familia. Sin embargo, después de dar a luz hubo algunas complicaciones, contraje una infección y tuve fiebre. Afortunadamente no afectó al recién nacido, que pudo quedarse en la habitación conmigo mientras mi marido atendía a nuestro hijo mayor. Pero no estuve sola: cuando Marta se enteró, hizo enseguida la maleta y se instaló conmigo en la habitación donde me recuperaba.
Las siguientes dos semanas estuvo a mi lado día y noche, cuidando incesantemente de mí. Cuando terminaba de amamantar al bebé, ella lo tomaba, le cambiaba el pañal y lo acostaba en la cuna. Me preparaba comidas nutritivas que me ayudaron a recuperar fuerzas, y poco a poco la fiebre y la infección fueron amainando. A lo largo de todo aquel trance, Marta fue una fuente de consuelo y aliento. Conversaba conmigo, me leía y rezaba por mí.
Siguió visitándonos asiduamente, hasta que un día llegó con penosas noticias. Le habían diagnosticado un cáncer y debía internarse de inmediato. A pesar de todo lo que hicieron los médicos, falleció poco después, tranquila y en paz.
Uno de los versículos preferidos de Marta era: «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto»2. Marta encontró a Jesús, su Salvador, y desde aquel día la luz del amor de Dios brilló con mayor intensidad en su vida y la inspiró a ser cada vez más como Él.
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Juan 8:12 (NVI)
Una vez más Jesús se dirigió a la gente, y les dijo:
—Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Proverbios 4:18 (NVI)
La senda de los justos se asemeja
a los primeros albores de la aurora:
su esplendor va en aumento
hasta que el día alcanza su plenitud.
Romanos 12:9 (NVI) El amor debe ser sincero. Aborrezcan el mal; aférrense al bien.
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